Chärsian despertó una vez más a causa del dolor. No era sólo un dolor corporal, era más fuerte, más interno. En el corazón. En el alma. Y a su alrededor. El mundo lloraba en torno a él, y podía sentirlo.
No sabía cómo explicarlo, pero si le hubieran preguntado, hubiera dicho en pocas palabras que le dolía la magia. Por supuesto no era algo tan vanal y sencillo como para reducirlo a una expresión tan poco elocuente y simplista. Al concentrarse, al cerrar los ojos e intentar meditar, podía sentir como si los hilos que lo unían al plano de la magia, eso que lo hacía el etereante que era, estuvieran a punto de cortarse.
A cada bocanada de aire, a cada inspiración, y a cada exhalación, podía sentir una punzada en una parte de su cuerpo que no estaba en él, sino en otro plano de existencia.
Hacía una semana que había recobrado la conciencia, en una cama sencilla pero cómoda, con la piel lacerada, la carne magullada, y los músculos agarrotados. No había pócima que pudiera aliviar lo que sentía, y estaba seguro de que su padecimiento estaba ligado a un castigo supremo.
Intentó levantarse y las piernas le temblaron. Se vio obligado a volver a sentarse en el camastro para recuperarse. Quería mover los pies, pero le parecía un esfuerzo descomunal, una ordalía imposible de superar.
—Te dijeron que te quedaras quieto— le dijo la voz del insoportable compañero de habitación que tenía asignado.
—Cierra la boca, Dräconir, nadie pidió tu opinión— respondió Chärsian con hartazgo.
—Haz lo que quieras, por mí que te tropieces y te quiebres el cuello.
—Al menos de esa forma no tengo que seguir escuchándote.
—Bueno, bueno, es suficiente. Ambos— dijo la voz de Akärva, la anciana mujer que se había impuesto la tarea de sanar a los jóvenes que tenía bajo su resguardo —. No vas a caminar por unos días, Chärsian.
—Tengo que caminar— insistió el joven —. La guerra, mis amigos, mi maestro…
—Están bien, eres tú el que está mal. Esto es lo que pasa cuando inhibes todas tus capacidades mágicas y luego una muralla colapsa a tu alrededor. Tienes suerte de estar vivo.
—¿Por qué estoy vivo? —interrumpió esta vez Chärsian, incapaz de contener la furia que le causaban esas palabras, repetidas por centésima vez en lo que llevaba en esa improvisada enfermería.
Akärva, como siempre, se encogió de hombros.
—Alguien te trajo hasta Nibïria, querido— le respondió, una vez más —. E hicieron bien, la ciudad escondida es el mejor lugar para recuperarse de una guerra, o para dejar atrás un pasado no deseado y comenzar una nueva vida.
—La guerra no terminó, y no quiero comenzar una nueva vida— se quejó Chärsian.
—No sirve de nada llorar por los errores del pasado y hacer de cuenta que no existen— dijo a su vez Dräconir, interviniendo en la conversación; era la primera vez que estaba de acuerdo con él.
También se lo veía consumido por un enojo impropio de él, con los ojos encendidos en llamas. Chärsian reconocía esos ojos, pues eran como los suyos, un fraïno con una fuerte afinidad mágica. Y dentro de esos orbes flamígeros, la culpa se asomaba con una careta de ira para ocultarse.
—Ambos deberían estar agradecidos de estar vivos. Algún día lo comprenderán— insistió Akärva —. Aferrarse al dolor nunca trae nada bueno.
—¿Qué sabes tú de aferrarse al dolor?— se le escapó a Dräconir.
Lejos de verse provocada por el comentario, la anciana hizo un gentil gesto con la mano, y una suave brisa empujó una silla hasta ella. Chärsian también había visto la afinidad mágica en los ojos de la mujer, pero no esperaba que tuviera un poder semejante como para que el viento respondiera a ella como si fuera un dócil perro amaestrado.
—Yo dejé atrás la hermandad a la que ustedes pertenecen— ¿Dräconir era un etereante? Imposible; Chärsian había vivido toda su vida en el Valle de los Invocadores y jamás lo había visto. ¿Y Akärva? Tenía edad suficiente como para haber dejado el Valle antes de su nacimiento —. A veces, no tiene sentido quedarse donde el sufrimiento es constante. Es mejor aferrarse a la compasión, la piedad, y la armonía. Mírense entre ustedes: desde que abrieron los ojos, no han hecho otra cosa que discutir, competir, intentar demostrar que son el uno mejor que el otro. Pero si se dieran palabras de aliento, si se detuvieran un minuto a escucharse y a conocerse, tendrían en quién apoyarse para seguir adelante.
Era cierto. Chärsian no había tenido paciencia para las quejas de Dräconir, y viceversa. Aunque dudaba que un desconocido pudiera ayudarle a deshacerse de la angustia que sentía.
Apenas había vuelto en sí, Akärva le había contado cómo la Coalición de Invocadores había penetrado el territorio de Jharferún tras la explosión que el mismo Chärsian había causado en las inquebrantables murallas. El muchacho sólo había querido una ventaja táctica sobre los jharferüni y nunca hubiera anticipado la reacción de la Coalición y los soldados del Protectorado de Actubrión y sus aliados, los refugiados de la tierras devastadas por Jharferún. En el furor y el frenesí causados por la brecha abierta en las defensas enemigas, habían acometido aprovechando la confusión y el aturdimiento provocados por la explosión de Chärsian. Los rumores decían que no habían dejado piedra sobre piedra, y que la ciudad de Jharferún era ahora cosa del pasado.
Por un lado, el joven etereante se sentía orgulloso de que su plan hubiera dado resultados. Pero por el otro, estaba horrorizado, e imaginaba los gritos de los niños y los ciudadanos inocentes resonando por las cordilleras del norte.
—Lo que pasó no es tu culpa— expresó entonces Akärva, como si supiera lo que estaba pensando —. No eres responsable de las decisiones de los demás— añadió ahora, mirando a Dräconir.
—Necesito aire fresco— interrumpió secamente el otro fraïno, saliendo lo más rápido que pudo de la habitación. Respiraba entrecortadamente y parecía estar al borde del llanto.
—Él es como tú, Chärsian— le dijo la anciana, mientras revisaba una de los tantos hematomas que cubrían el cuerpo del muchacho.
—¿Es etereante?
—Entrenado en los reinos del sur por su propio abuelo, Tarbänas Ïdoss —ése era un nombre que Chärsian sí conocía.
—No recuerdo cuándo fue la última vez que vi a Tarbänas… nunca mencionó nada de que estuviera entrenando a su nieto.
—Tarbänas era un hombre reservado, nunca hablaba más de lo que debía. Y ciertamente jamás hablaba de su familia, a pesar de que era muy numerosa.
—Y tú lo conoces porque también eres etereante.
—“Era”— aclaró ella con una sonrisa afable —. No lo entrené yo, pero estuve allí cuando se convirtió en etereante.
—¿No lo entrenaste?— se extrañó Chärsian. ¿Por qué Akärva entrenaría a Tarbänas? A menos que…
—Tarbänas estaba entrenando a Dräconir para la guerra contra Jharferún, preparando a los soldados del sur para resistir la avanzada de los nordüri— explicó la mujer antes de que él tuviera la oportunidad de hacer su pregunta —. Pero no tuvo la oportunidad de concretar sus objetivos. Dräconir es ahora el último de los Ïdoss.
—No. El último, no— intervino el muchacho, entrando una vez más a la enfermería —. Algunos sobrevivieron.
—¿Sobrevivieron a qué?— quiso saber Chärsian.
Dräconir resopló en vez de responder, siempre con esa actitud tan agradable como beber un tazón de clavos oxidados.
Akärva le dio algo de beber antes de que pudiera quejarse y comenzar una nueva discusión con el otro fraïno. Casi se ahogó con la bebida, pero comprendió la intención de la anciana y decidió seguirle la corriente.
—En todo caso, no tengo otra habitación más que ésta— dijo la mujer—. Así que no les va a quedar otra alternativa que aguantarse hasta que puedan salir de aquí. La ciudad escondida será su refugio durante una temporada, así que mejor que comiencen a acostumbrarse.
Chärsian y Dräconir intercambiaron una mirada de desprecio que decía a viva voz que jamás se acostumbrarían. ¿Qué sabían ellos en ese entonces que acabarían formando un vínculo de hermandad más fuerte que cualquier hechizo existente?