—¡Bienvenido a Featherline! Hoy comienzas tu nuevo puesto en soporte, ¿correcto?— preguntó la recepcionista con demasiada amabilidad y buen humor para ser un lunes a las nueve de la mañana.
Nadie podía ser tan amigable y sociable a esa hora, pero aún así se obligó a sí mismo a sonreír y asentir con la cabeza. Tampoco era cuestión de ser un amargado el primer día en su nuevo trabajo.
Un nuevo trabajo, que sería como todos los anteriores: una pesada monotonía fuertemente marcada por autodesprecio, estrés y aburrimiento. Dos horas para ir y volver a la oficina, nueve horas de reloj sufriendo una silenciosa tortura, todo para que al finalizar el día tuviera que invertir sus pocas horas libres en prepararse para el día siguiente.
No había encontrado aún un trabajo que le significara algo más que sustento y supervivencia. Pero, en Amerisia, todos los trabajos eran así. Bueno, en todo el mundo, a decir verdad.
—Te va a encantar trabajar aquí— continuaba la recepcionista en su parloteo —. Acompáñame, te voy a hacer un pequeño recorrido por la oficina y luego iremos a tu escritorio.
Siguió a la mujer por la típica rutina de presentación de compañeros de trabajo a los cuales acabaría por odiar, y de los cuales se enteraría vida y obra. No tenía que quererlos, sólo tolerarlos. Todos lo saludaban como si fuera una personalidad famosa, con excesivo entusiasmo, y demostrando físicamente la alegría de tenerlo a bordo. Por Dios, ¿por qué tantos abrazos? ¿Por qué tantos apretones de manos? ¿Por qué tanta invasión del espacio personal? Con un “qué bueno tenerte aquí, bienvenido”, le hubiera bastado.
—Featherline ha salido ganadora durante cuatro años consecutivos del premio a la empresa con mejor clima laboral, y cinco años consecutivos al mejor lugar para trabajar de Amerisia— explicó su guía turística.
—Sí, lo sé —respondió él, intentando no sonar huraño—. Por eso es que me interesó postularme aquí.
—¡Hiciste súper bien! —felicitó ella, tomándole una mano y apretándosela con firmeza, como si le agradeciera profundamente por haber entrado a trabajar en Featherline.
Llegaron hasta el escritorio que le correspondía, el cual tenía una serie de pequeños e innecesarios regalos esperándolo. Un cuaderno, una lapicera, una taza, una botella, todo con el nombre de la empresa. Y también con su propio nombre. Bueno, qué detalle, ¿no? Se habían tomado la molestia de personalizar los regalos.
Pero no terminaba ahí: la silla, el escritorio, los elementos de trabajo, todo estaba etiquetado con su nombre. Hasta había un pequeño cajón refrigerador en el escritorio, y dentro había un par de latas de bebidas energéticas, unas barras de proteínas y un pack de cubos de hielo, todo a su nombre.
Todo eso le resultaba inexplicablemente maravilloso. Nadie podría quitarle sus cosas y alegar que no la habían tomado.
La recepcionista siguió hablando de algunos detalles de la empresa, en constante y excesivo contacto físico amistoso y agradable, como por ejemplo que era una empresa libre de acoso sexual, de racismo, de cualquier tipo de discriminación.
Para cuando la mujer terminó de hablar, él estuvo convencido de que algo andaba mal. Pero curiosamente, se sentía a gusto. Tal vez Featherline no estuviese tan mal. Tal vez sus experiencias laborales anteriores fueran el problema. O tal vez fuera él mismo el problema.
Sentía un leve impulso por darle una oportunidad a Featherline y a su ejército de trabajadores felices y amigables. Después de todo, no le haría mal algo de felicidad.
* * * * *
Algo andaba mal.
O mejor dicho, algo andaba pésimamente mal. Había descubierto el secreto de Featherline, y no sabía qué hacer con ello. Bueno, sí sabía qué hacer, y eso le aterraba.
En Featherline, no sólo la gente trabajaba feliz y de buen humor, sino que trabajaba prácticamente gratis. Hacían horas extra sin pedir un centavo a cambio, y había quienes incluso iban a trabajar los fines de semana.
Ninguna empresa en Amerisia, y tal vez en el mundo, tenía los índices de presentismo que tenía Featherline. Las personas simplemente iban al trabajo felices de asistir, comprometidos con la causa y la misión de la empresa.
Sólo que ese compromiso nada tenía que ver con los valores promulgados desde Featherline, ni con el clima laboral, ni con nada que puertas afuera pudieran vender de su imagen empresarial.
Y lo peor de todo es que él también se había vuelto uno más de todos esos alegres trabajadores. Y ahora sabía por qué.
Al principio había sido algo esporádico, una pequeña sensación de comodidad y felicidad mientras trabajaba. Lo había atribuido a que por fin tenía un trabajo decente, y no le había prestado atención.
Pero a medida que pasaba el tiempo, la sensación se hizo más intensa. No ir a trabajar era tortuoso. Enfermarse y pedir carpeta médica era desesperante. Su día favorito de la semana era el lunes, y durante los fines de semana no veía las horas de ir a trabajar. Ya no tenía intereses externos, y pensaba que así debía de sentirse una persona cuyo trabajo le llenaba de propósito.
¿Quién necesitaba hobbies cuando la carrera profesional era suficiente? ¿Acaso en tiempos antiguos las personas no dedicaban su vida entera a su trabajo diario?
Eventualmente, vivir en su hogar era una agonía, y quedarse en la oficina, un placer. La sensación de alivio de cruzar las puertas de Featherline era extasiante. Cruzar las puertas de su departamento, una tortura similar al abstinencia.
Eso había disparado su curiosidad. En el pasado había experimentado abstinencia a causa de ciertas adicciones, y esto se sentía bastante similar.
Aprovechando que en el trabajo se sentía inspirado y lleno de energía, comenzó a investigar, hasta que encontró lo que buscaba. No estaba demasiado oculto tampoco, pero ninguno de sus compañeros había tenido la necesidad de buscar como él.
Featherline había desarrollado un sistema que irrigaba los sistemas de ventilación, el aire acondicionado, los humidificadores, todo, absolutamente todo con un producto repleto de potenciadores de neurotransmisión.
Era una dosis muy pequeña, pero lo suficientemente tóxica como para poner el cerebro a segregar serotonina, dopamina, endorfinas, GABA, y demás. En otras palabras, los drogaban a diario para volverlos adictos al trabajo.
Había descubierto ese oscuro secreto, y sabía que hacer.
Sabía qué hacer: quedarse callado. Y eso le aterraba. Le aterraba estar a gusto y conforme de ser cómplice de ese esquema de explotación laboral retorcido, de esa nueva esclavitud voluntaria que había orquestado Featherline.
Pero, ¿qué le esperaba si se quedaba sin ése trabajo? ¿Volver a su vida miserable y patética?
No, de eso, ni hablar.
No le importaba si era ficticia, en Featherline, la empresa más amerisina del mundo, había encontrado lo que era la felicidad.
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