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HdlA Shorts: Tejer

Frägnyn no estaba acostumbrada a que nadie le diese una mano, y bajo la tutela de Aeshanúl, había perdido toda esperanza de que eso cambiara.

Cocinar estaba muy bien, y por fin tener una alimentación variada y sustanciosa era el mejor regalo que podía haber recibido en toda su vida. Nunca había sentido la necesidad de hacer magia, pero ahora se había convertido casi en una obsesión. 

Bueno, no “hacer magia”, porque la magia no se hacía. Se invocaba. Por todos los dioses, hasta sus propios pensamientos sonaban con la voz de su mentor. Y de paso, tampoco existían los dioses, así que nada de andar diciendo “por todos los dioses”.

Al menos, conseguir ingredientes le daba algo de paz mental. De todo lo que Aeshanúl le enseñaba, el arte de la recolección de materiales para la cocina era lo único que no lo convertía en un maestro estricto y severo, rayano en el sadismo. Frägnyn estaba convencida de que el anciano cocinero disfrutaba mortificándola.

Pero cortar una seta, arrancar una raíz de la tierra, cosechar una fruta, elegir cuidadosamente las mejores hojas aromáticas, todo esto convertía a Aeshanúl en un dócil profesor.

A veces, miraba con envidia a los aprendices de las otras órdenes. A los jóvenes Hechiceros, siempre pulcros y metidos en sus libros, mientras ella estaba cubierta de tierra y vestida con un delantal teñido por infinidad de caldos y salsas. 

Incluso envidiaba a otros Druidas, cuya cobertura de tierra se debía a otro tipo de entrenamiento, más salvaje, más natural.

En el castillo, que se caía a pedazos, frío, y oscuro, Frägnyn veía a menudo a los Etereantes iniciados e incluso había visto un aprendiz de Corsario. Siempre cansados, siempre lastimados a causa del duro entrenamiento, manchados de sangre (propia y ajena), y así y todo, hubiera dado lo que fuera por practicar como ellos.

—¡Frägnyn!— la llamó un joven etereante a sus espaldas —. ¡Esto está buenísimo! ¿Hay más?

—Chärsian, con un plato está bien— lo reprochó otro etereante, más grande; la muchacha ya había aprendido que se trataba de su padre —. La alimentación frugal es clave para los etereantes.

—Ah, vamos, Cárk, si el niño quiere comer, tiene que comer. Está creciendo, déjalo— intervino Aeshanúl, para quien la alimentación también era algo sagrado.

—Y ella necesita aprender a pelear, y no me ves socavando tu autoridad, ¿o sí?— replicó Cárk con seriedad.

—Bueno, si Frägnyn viene con nosotros a entrenar después de que yo coma otro plato, todos salimos ganando— propuso Chärsian —. Y ya no soy un niño— aclaró.

Ella estaba roja de vergüenza; no sólo nunca le habían elogiado la comida de esa forma, sino que también era la primera vez que alguien le ofrecía entrenar por fuera de la enseñanza de Aeshanúl. Contrario a lo que esperaba, el cocinero soltó una carcajada y le sirvió más a Chärsian.

Según le habían dicho, el muchacho había nacido y crecido en el Valle, y el castillo era lo único que había conocido como hogar. Hacía unos años había convencido a sus amigos de la infancia de sumarse a la orden de los etereantes. Para Frägnyn, no era una sorpresa, pues Chärsian tenía algo en su forma de expresarse que captaba la atención de todos a su alrededor. Según Aeshanúl, su aura era una de las más fuertes que había percibido.

—Sígueme— le dijo el aprendiz de etereante cuando hubo terminado. Era mucho más joven que ella, pero aún así no le costaba dar órdenes —. ¿Has conocido a Ylänna? Es una de las mejores hechiceras que existen. ¡Me prometió que me iba a enseñar el secreto de la magia!

—Aeshanúl dice que la magia es como cocinar— se descubrió diciendo Frägnyn, pero se arrepintió al instante de haberlo dicho.

—Bueno, eso tiene mucho sentido— dijo una mujer sentada a una ventana.

—¡Ylänna!— festejó Chärsian —. Casi no te veo.

—Eso es porque estás demasiado ansioso, pequeño Chárs.

—Ya no soy pequeño— se quejó el joven etereante —. Ella es Frägnyn.

—Lo sé, la aprendiz de Aeshanúl. Tu comida es riquísima— elogió la hechicera.

—Gracias— respondió ella sin quitar la vista del suelo.

—Pero déjame decirte, la magia no es como cocinar. Bueno, tal vez sí. Más correcto sería decir que un hechizo es como cocinar— explicó Ylänna, que parecía haberse dado cuenta que no era correcto contradecir a su mentor —. ¿Has oído hablar de la Red de Enären?

—No, maestra…

—¿Chärsian?

—La Red de Enären es la red de magia que fluye por toda la creación y la mantiene unida— explicó el muchacho —. No la podemos ver, pero la podemos sentir. Si cierras los ojos y te concentras, verás lo que te digo— la instó Chärsian, cerrando él mismo sus ojos para que lo imitara.

Frägnyn lo intentó, pero no sintió nada.

—No te sientas mal si no puedes percibir la Red —rió Ylänna, como si le hubiera leído el pensamiento—. Chárs ha estado aquí toda su vida, para él la magia es algo natural y normal. Pero es cierto lo que dice, la Red de Enären, el Etéreo de la Magia, está alrededor nuestro. Fluye a través nuestro, nos conecta, nos nutre— ella también cerró los ojos y respiró hondo, con la sonrisa más cálida y sincera que Frägnyn hubiera visto jamás.

—¿Quién es Enären?— quiso saber la Druida.

—¡No sabes quién es Enären! Voy a cruzar un par de palabras con Aeshanúl— se quejó Chärsian.

—Depende a quién le preguntes, Enären es el Etéreo de la Magia, o simplemente el plano etéreo de la Magia, Frägnyn. Se trata de la entidad a cargo de toda la magia de la creación.

—Pero Aeshanúl dice que los dioses no existen.

—Es que los Etéreos no son dioses. 

—Ya hablaremos de ellos, ¡cuéntanos el secreto de la magia!— replicó Chärsian con impaciencia. Ylänna volvió a reír.

—En eso estaba, pequeño. Por eso le pregunté a Frägnyn si conocía la Red. A ver, déjame que retome la idea… ¡y no me interrumpas!— anticipó Ylänna, frenando al joven etereante con un gesto de la mano, como si supiera lo que iba a decir. 

Frägnyn empezaba a sospechar que la hechicera realmente tenía una capacidad mística para ver las intenciones o pensamientos de sus interlocutores. En el Valle, todo era posible.

—Muy bien, si la magia es una red, entonces invocar magia es como tejer. Dominar el arte de la Invocación es como tirar de los hilos de la Red de Enären y hacer con ellos lo que se te antoje. Puedes tejer un pañuelo, una manta o incluso deshacerlos para recrear el pelaje de una oveja o los frutos del algodón. Un hechizo, en cambio, es una guía paso a paso para extraer un tipo de hilo específico de la Red, ovillarlo, y luego confeccionar una prenda puntual con ese ovillo. En otras palabras, tu nuevo ovillo de lana sólo te servirá para tejer una falda y nada más que una falda. En ese sentido, Aeshanúl tiene razón, es como una receta.

—¿O sea que tengo que aprender a tejer?— preguntó Chärsian algo confundido; Frägnyn se sentía igual. 

—Si quieres, puedes hacerlo— bromeó Ylänna.

—No tiene sentido nada de lo que has dicho— se quejó ahora el joven etereante, pero la aprendiz de druida creía comprender algo de las palabras de la hechicera.

—Bueno, en realidad— los dos clavaron la vista en ella cuando comenzó a hablar—, entiendo qué quiere decir. Si sacamos la magia de la Red, entonces es como si tiráramos de un hilo. O bien, de muchos hilos, y con esos hilos tejemos hechizos.

—¡Exacto!—  aprobó Ylänna.

—Oh, pero eso no es el secreto de la magia… a eso yo ya lo sabía— se quejó Chärsian.

—Entonces no tengo nada que enseñarte— replicó la hechicera con gesto burlón —. Tienes que prestar atención. Mira.

La mujer juntó las yemas de los dedos, y luego los separó lentamente, revelando unos finos hilos de luz blanca que los conectaban. Con una serie de ágiles y rápidos movimientos, giró los hilos, los entrelazó, los ajustó, hasta que tomaron la forma de un cristal anaranjado y brillante.

—Un cristal de fuego— murmuró Chärsian, ensimismado.

—Altamente volátil y explosivo— confirmó Ylänna.

—No es un hechizo— agregó el muchacho; era una afirmación, no una pregunta, y parecía tener total lógica para él —. Pensaba que sólo los etereantes podían invocar magia así, en estado prístino.

—Cualquiera que comprenda cómo acceder a la Red de Enären y aprovechar la magia en estado puro puede hacerlo. La diferencia es que los etereantes son la única hermandad, o bien una de las pocas, que se entrelazan con la Red desde inicios de su entrenamiento. El resto de las órdenes aprendemos la magia a través de hechizos. 

—Como una guía de instrucciones— dijo Frägnyn —. Como una receta.

—Precisamente. Mientras que los etereantes estudian los principios de la magia, nosotros aprendemos señas, palabras de poder, movimientos, todo tipo de técnicas que otros invocadores han perfeccionado con los años. La magia nos llega a través de nuestros predecesores, que ya tejieron el lienzo con el que debemos trabajar— a cada palabra, Ylänna jugueteaba con el cristal, hasta que finalmente lo hizo desaparecer entre sus dedos, como una llama que se extingue —. Como druida, querida Frägnyn, te conectarás con la Red de Enären a través de la naturaleza, a través de la Etérea Türma, aprenderás a manipular la magia que fluye a tu alrededor, la harás fluir a través de tu propio ser, y harás cosas increíbles

Chärsian estaba ensimismado, y se había quedado contemplando las montañas que se veían por la ventana.

Frägnyn también permaneció pensativa. Algo había despertado en ella. Agradeció la lección de la hechicera, y al muchacho por invitarla a participar, y corrió para salir del castillo, bajar sus miles de peldaños, y llegar hasta el bosque donde Aeshanúr recolectaba sus hongos.

Se arrodilló y contempló sus manos sucias, su delantal salpicado de manchas, y sonrió. Cada salpicadura, cada resto de comida esparcido en la tela era un indicio de su entrenamiento, el testimonio de la enseñanza de Aeshanúl. Como un grimorio de hechizos, su delantal era el reflejo de los años de experiencia de su mentor entrelazados con los primeros pasos que ella había dado.

Y luego, el bosque, el lugar donde el viejo druida se sentía en paz. En la naturaleza, donde la magia fluía a su alrededor. Allí él estaba sereno porque estaba en contacto con esa fuerza primigenia y tonificante.

Algo se agitaba en el vientre de Frägnyn, una sensación como nunca antes había sentido. Tal vez fuera producto de su imaginación, pero cerró los ojos, y podría haber jurado que sentía todo a su alrededor. La brisa agitando las hojas. El perfume de las flores. La humedad en el aire. El sonido de su corazón. Las hormigas caminando en fila. El aleteo de los pájaros. Las raíces de los árboles. 

Y los hilos de la magia, como si fuesen un río calmo y sereno, cuyas aguas mágicas fluían con intensidad.

Sin abrir los ojos, y por instinto, Frägnyn extendió una mano, mientras la otra aferraba su delantal con firmeza. No podía ver la Red, pero estaba convencida de que estaba allí, al frente suyo.

Intentó agarrar el hilo, pero su mano se cerró en torno a la nada. Sin embargo, pudo sentir cada fibra de su palma, el contacto de sus yemas con las partículas de tierra que ensuciaban su piel. No, que ensuciaban, no. Que coexistían.

Sin soltar su delantal, manteniendo ambas manos firmemente cerradas, la joven aprendiz de druida abrió los ojos esperando encontrarse en una posición ridícula, pero nada estuvo más lejos de eso.

A su alrededor, había un círculo de flores que antes no había estado allí. Flores hermosas, de colores vívidos e intensos. Pero no fueron las flores en sí lo que sorprendieron a Frägnyn, sino sus tallos y foliaje.

Como si fuera una red, cada planta había extendido numerosos zarcillos que se ataban y se entrelazaban entre sí, e incluso había pequeñas raíces saliendo de la tierra, abrazando sus piernas y sus rodillas.

No tenía idea de cómo había hecho eso. Sentía que la naturaleza y la magia le estaban hablando; tal vez los Etéreos que Ylänna había mencionado estaban allí, y querían decirle algo. 

Algo era certero: Frägnyn estaba segura y convencida de que la Red de Enären era real, y de que la magia era como tejer. Y también era como cocinar. Pero también como ninguna de esas dos cosas. 

Y luego entendió que había hecho su primera invocación no porque supiera lo que era la magia, sino porque había formado ella misma su propia red: con Aeshanúl, con Chärsian, con Ylänna. Tal vez la magia se tratase de eso.

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