Maordätan le había dicho que tenía que elegir una hermandad. Y también le había dicho que no eligiera unirse a los Hechiceros, más por una cuestión personal que por razones realmente válidas.
Lo cual la dejaba con los Druidas, los Etereantes y los Corsarios como opciones. A decir verdad, le daba lo mismo, ya que no tenía ni la más remota idea de qué eran esas Órdenes.
Sin embargo, Frägnyn había optado por unirse a los Druidas, misma hermandad a la que pertenecían Maordätn y Takämi, sus salvadores. También era una cuestión personal: había decidido seguir los pasos de aquellos que habían evitado su muerte.
Además, le habían mencionado que los Druidas eran los que mejor se adaptaban a la vida en la intemperie, algo que le interesaba en gran medida para evitar otra experiencia como la que la había llevado hasta el Valle de los Invocadores.
A su vez, Takämi le había dicho que su afinidad mágica era evidente, y que sería una gran invocadora. Nada había llenado más de dicha y felicidad a Frägnyn que este comentario. Nunca antes en la vida le habían hecho ningún halago.
Si cerraba sus brillantes ojos, podía imaginar su futuro como druida, glorioso y lleno de esperanza. Incluso, a veces, la asaltaban pensamientos peligrosos, sueños de grandeza en los que se imaginaba a sí misma castigando a todos aquellos que habían escupido a sus pies y la habían despreciado.
Oh, la dicha culposa que sentía era embriagante. Nunca se había considerado una persona vengativa… pero, claro, nunca había tenido poder suficiente para vengarse de nadie. Sentía una agónica mezcla de vergüenza y excitación cuando pensaba en aplastar como moscas a quienes la habían discriminado.
No obstante, no podía predecir su futuro, pero lo que sí era cierto, es que sería grandioso.
—La Magia es como cocinar— le dijo su actual mentor, sacándola de su ensimismamiento.
Viéndose a sí misma cubierta de grasa, aceite, sangre y demás jugos vegetales, Frägnyn no pensaba que ese grandioso futuro que imaginaba fuera a llegar demasiado pronto. Aeshanúl era un hombre anciano, de rostro arrugado y severo, lo suficientemente paciente como para ser el cocinero principal de esa fortaleza, pero estricto y algo temperamental.
—La Magia es como cocinar— repitió, esta vez mientras picaba unos hongos con una precisión impecable y milimétrica—. En mi cocina aprenderás eso.
—Pensé que en su cocina sólo iba a aprender a cocinar —dijo ella con hartazgo en su voz, arrepintiéndose al instante de su respuesta grosera e irrespetuosa; el hombre la miró fijamente arqueando una ceja.
Sin embargo, era cierto. Desde que la habían puesto bajo la tutela de Aeshanúl, no había hecho más que cocinar y leer libros de cocina. El anciano nunca respondía a sus preguntas acerca de la magia, y evadía todo tipo de conversación al respecto. Insistía en que tenía que aprender a cocinar.
Frägnyn estaba tan harta de él, que había comenzado a preguntarle a todo mundo que cruzaba, pero todos la referían a su mentor. Había intentado leer libros de hechizos e invocaciones, pero no había entendido demasiado.
De hecho, estaba tan harta que había omitido el hecho de que Aeshanúl había dicho la palabra “magia” por primera vez en semanas.
—Si quieres aprender magia, más bien primero debes aprender a cocinar— respondió el anciano, con un leve esbozo de sonrisa… o tal vez era una sombra en la comisura de sus labios—. Mira, mira aquí, presta atención. La Magia y la cocina son muy similares: para crear algo, necesitas entender los ingredientes, saber en qué orden agregarlos, y cuánto tiempo y atención debes prestar a cada detalle. Es una cuestión metódica. Por ejemplo, el estofado de hongos, ¿cómo se hace?
La muchacha suspiró de hartazgo, pues era la millonésima vez que le hacía esa pregunta. Lo repitió de memoria y el viejo druida dio un único aplauso de aprobación.
—Entonces, adelante.
Frägnyn lo miró expectante, esperando a que le dictara qué hacer, pero Aehanúl le hizo un gesto con la mano, instándole a proceder. La aprendiz tomó las herramientas de cocina con cierta indecisión, y ante la falta de respuesta del cocinero, comprendió que debía hacerlo sola.
Siguió los pasos al pie de la letra y luego de un par de horas, el estofado estaba listo. Se sentaron a comer, y la joven comprobó con cierto desasosiego que la comida estaba insípida y no tenía la misma consistencia que el estofado que preparaba Aeshanúl.
—No… no sé por qué… Hice lo mismo que hace siempre usted, maestro —se disculpó la muchacha, con un poco de bochorno.
—No, no lo hiciste. Olvidaste pasos importantes como dejar secar los hongos, y agregar hojas de tomillo y laurel. Lanzar un hechizo es exactamente lo mismo que hacer un estofado de hongos —el anciano se puso de pie y salió de la cocina con paso acelerado; Frägnyn se apresuró a seguirlo, tropezando con una silla antes de alcanzarlo —. Para lanzar un hechizo, como para cocinar, tienes que tener todos los componentes listos. Pero también hay tres factores a tener en cuenta: la dificultad de la receta, tu afinidad con la receta, y tu experiencia con la receta. Tu primer guiso de hongos fue un desastre, pero a lo mejor tu primer hogaza de pan sea una obra maestra. Puedes tener poca afinidad con el guiso de hongos, tal vez porque no te gusta y no te interese aprender a hacerlo, pero es posible que hagas una sopa de cebolla magnífica sólo porque es tu plato favorito— ¿cómo sabía Aeshanúl que ése era su plato favorito si nunca se lo había dicho? —. Y, como dije, es tu primer guiso de hongos, pero tu décimo intento será mejor, y el vigésimo será aún mejor. Dificultad, afinidad y experiencia, tres factores clave.
—Pero entonces… ¿qué debo hacer?
Para sorpresa de Frägnyn, el viejo druida se detuvo en seco y sonrió, y esta vez fue una sonrisa sincera y completa.
—Ése es el secreto, mi querida aprendiz: lo que tú quieras. Nada te ata a seguir el mismo camino que yo. Cada druida descubre los hechizos que le son más útiles y se acomodan mejor a sus preferencias y estilo de vida.
—Entonces, ¿no tengo que aprender a cocinar?— se ilusionó la joven, pero se arrepintió al instante de sus palabras tras ver cómo la sonrisa de Aeshanúl se borraba de inmediato.
—No, y nunca vas a aprender a cocinar— respondió fríamente el hombre, retomando la marcha. No sabía a dónde la estaba llevando —. Pero sí vas a aprender a preparar un guiso de hongos.
—¿No debería empezar con la hogaza de pan?— sugirió ella, recordando el ejemplo de su mentor.
—¿Acaso quieres hacer una hogaza de pan?— preguntó él, saliendo del enorme castillo. Tal vez la llevaba a recolectar ingredientes.
—No… no sé…
—Exacto, no sabes. Y hasta que no sepas lo que quieres, no podrás seguir adelante.
—Quiero hacer magia— se quejó ella.
Una vez más, el hombre se detuvo bruscamente.
—Hacer magia. ¡”Hacer magia”, dice!— se llevó una mano a la frente con impaciencia —. Nadie “hace magia”, pequeña assaliya— sólo los Dioses sabían qué le había querido decir —. La magia no se hace, no es un objeto que puedes crear. No me has prestado nada de atención. Tú aprenderás hechizos, que son en esencia recetas, y los ingredientes que uses serán provistos en parte por la magia y en parte por ti misma.
—Pero, cómo se supone que sepa todo eso si es la primera vez que le escucho hablar de magia— refunfuñó la muchacha.
—Porque haces preguntas inadecuadas en vez de escuchar. No estás escuchando. Como cuando hiciste el guiso de hongos: sabes la receta, sabes los pasos a seguir, pero no has escuchado todo lo que te he dicho estas semanas. Por ejemplo, ahora vamos a buscar más hongos porque te has acabado todos, ¿sabes qué hongos buscar y cómo cortarlos? ¿Sabes distinguir cuál es comestible y cuál no?
Frägnyn se quedó pasmada y en silencio. No tenía la respuesta a ninguna de las preguntas de Aeshanúl, y lo peor era que sí recordaba a su mentor dándole todas esas explicaciones.
La joven miró el rostro severo de su maestro mientras continuaban su marcha; parecía que se dirigían a las ruinas que se encontraban en el centro del Valle. Realmente no sabía si allí podrían encontrar hongos o no, ni qué hongos eran los que necesitaba.
Y ahora que lo pensaba, tampoco le interesaba recolectar hongos, ni hacer guiso de hongos yendo al caso. De hecho, no le gustaba el sabor. Había algo en él que le recordaba a la comida de los refugios, aunque era consciente de que allí no servían nada que tuviera hongos, realmente.
Si Frägnyn había comido alguna comida con hongos, eran producto del moho y la descomposición de alimentos en mal estado.
Pero sí le gustaba el pan. El pan la llenaba, el aroma era reconfortante, y era una comida fácil de compartir. El pan se sentía familiar.
A lo lejos, vio los campos de trigo y las plantaciones que decoraban el Valle. Sabía de dónde venía el pan, había leído cómo moler el trigo para obtener harina, sabía cómo encender un horno. Entonces, la joven suspiró largamente.
—¿Podría enseñarme a hacer una hogaza de pan?
—Pensé que nunca lo preguntarías.